“Nací en el palacio Ugarteche, creo que lo llaman el palacio de los
Patos y siempre viví en Barrio Norte; el colegio, mis amigos eran todos
como yo. Mi familia tenía una honda fe cristiana y fui criado en un
clima de piedad religiosa; pero era una fe trascendentalista, muy
preocupada por la salvación del alma, que no turbaba para nada la
conformidad que sentíamos hacia todo lo que nos rodeaba. El otro mundo,
el mundo de los humildes, no lo conocía. Me acuerdo sí, de un amigo
del barrio, Giménez, hoy estanciero, que era distinto; tenía una forma
especial de hablar con los pobres: simplemente se daba, me acuerdo de él
por eso: porque se daba; se daba más que yo. Yo soy hincha
fanático de Racing, me gustaba mucho ir a la cancha. A mi padre no le
sobraba la plata: éramos siete hermanos. Entonces a mí me daba un peso
por semana; la popular en ese tiempo valía 50 centavos… yo iba a la
popular con Nico, el hijo de la cocinera. En la cancha, durante el
viaje de ida y al regreso, Nico y yo, compartíamos las mismas cosas;
además éramos iguales, bueno… bueno éramos todos iguales: era la
alegría simple del pueblo y Nico y yo estábamos allí. El mundo de la
burguesía, en cambio, es el mundo de las diferencias; está la puerta de
servicio y la entrada de la gente; una comida para el personal de
servicio y una comida para los patrones. Con el fútbol me agarraba unas
ronqueras bárbaras, pero, además tenía problemas de conciencia. Yo era
muy piadoso… y en mis oraciones le pedía siempre a Dios que ganara
Racing el domingo, mi hermano Alejandro era de River, y él le pedía a
Dios que ganara River…yo pensaba ‘ahora no se como se va arreglar Dios,
y bueno…entonces habrá empate’.”
“Era un muchacho piadoso y, a mi manera, feliz. Primero,
iba aprender que había otra clase de felicidad…después lo otro: otra
clase de piedad. Me acuerdo que un día charlando con mi confesor, el
entonces padre Aguirre, hoy obispo de San Isidro, le dije: ‘Padre, hoy
me siento un tipo feliz: primero, porque hay una chica que creo me
lleva el apunte; segundo, porque Fangio acaba de ser campeón mundial y
tercero, porque Racing va primero’. Esa era toda mi problemática en
aquella época. Pienso que mi vida se hubiera derrumbado si Fangio
volcaba con el coche o Racing perdía dos a cero. El padre Aguirre se
sonrió y me dijo: ‘Mirá, yo creo que la felicidad depende de cosas más
profundas…’; después lo descubrí. Un tipo extraordinario el padre
Aguirre, era un hombre que se daba, un hombre que vivía para los demás.
A él, después de Dios y mi madre le debo la vocación sacerdotal. Además
me hizo pensar por primera vez, que la felicidad no está en las cosas
de uno, sino en las cosas de los demás. Por todo eso, creo que es una
de las personas importantes en mi vida. Fue un encuentro decisivo; el
otro vendría mucho después… cuando estrellé con un letrero escrito en
el sueño de un callejón. Mi mundo era un mundo homogéneo y sin
conflictos, en el que, sin embargo, el padre Aguirre había abierto la
primera, pequeñísima brecha; todavía mi piedad y mi felicidad vestían
su vieja piel. Hasta los diecinueve años no se me había cruzado por la
cabeza que yo podría ser sacerdote. A los veintiún años entré en el
seminario: estaba todavía en tercer año de Derecho. La enseñanza que
daban en el seminario, la lectura y la meditación de la Biblia, donde
está indicado claramente que Dios viene por todos, pero que,
principalmente Dios viene para los pobres, me habían hecho ver que el
sacerdote está llamado a una vida austera, abierta a la vida de los
humildes. Todavía era seminarista y entré a trabajar al lado del padre
Iriarte, hoy obispo de Reconquista, que era teniente cura en la
parroquia de Santa Rosa. El padre Iriarte visitaba a la gente de la
parroquia; no la esperaba, la iba a buscar. No se trataba solamente de
ir con la palabra de Dios; se trataba de recoger la palabra de los
hombres. Tratábamos de hablar con la gente, de comprender. Era un
barrio popular y la gente humilde siempre tiene problemas; había por
supuesto, que evangelizar, llevar a cada uno la seguridad de que todos
eran hijos de Dios, pero aparte, había que tratar de llegar a todo lo
demás. A fines de 1954 y durante todo el año 55, íbamos con el padre
Iriarte a visitar a la gente en sus casas. Una vez por semana, íbamos a
un conventillo que quedaba en la calle Catamarca y charlábamos con la
gente. Yo preparaba unos muchachos que luego tomaron la primera
comunión; los domingos jugábamos al fútbol. Como en aquellas idas a la
cancha con Nico, era mi otra gran experiencia de ese mundo, el mundo de
los humildes del cual yo había vivido siempre distante. Pero esta vez,
me iba a dar cuenta que era más adentro, bien adentro.”
“Eran los días finales del gobierno peronista. En mi
familia, mi padre estaba prófugo y tenía dos hermanos en Villa Devoto.
En el Barrio Norte se echaron a vuelo las campanas y yo participé del
júbilo orgiástico de la oligarquía por la caída de Perón. Una noche, fui
al conventillo como de costumbre. Tenía que atravesar un callejón
medio a oscuras y de pronto, bajo la luz muy tenue de la única bombita,
vi escrito, con tiza y en letras bien grandes: ‘Sin Perón, no hay
Patria ni Dios. Abajo los cuervos’. La gente del conventillo me conocía
bien, yo había intimado bastante con ella durante todo ese tiempo
(después seguí yendo, casi todo el año 56). Sin embargo, para mí lo que
ví escrito fue un golpe: esa noche fue el otro momento decisivo en mi
vida. En la casa encontré a la gente aplastada, con una gran tristeza.
Yo era un miembro de la Iglesia y ellos le atribuían a la Iglesia parte
de la responsabilidad de la caída de Perón. Me sentí bastante incómodo,
aunque no me dijeron nada. Cuando salí a la calle aspiré en el barrio
la tristeza. La gente humilde estaba de duelo por la caída de Perón.”
“Y si la gente humilde estable duelo, entonces yo estaba descolocado:
yo estaba en la vereda de enfrente. Me acordé de María. Había ocurrido
hacía mucho tiempo; lo tenía olvidado. Un verano había ido con mi
hermano, en las vacaciones, al campo. Desde entonces les escribí a mis
padres. En la despedida de la carta había puesto: ‘Saludos a las
sirvientas’. Cuando volvimos de afuera María me dijo: ‘Carlos, nosotros
no somos sirvientas: somos seres humanos’. Era la misma cosa que el
letrero del callejón. Si María hubiera escrito en una de las paredes de
mi casa ‘… somos seres humanos’, bueno… se lo hubieran hecho borrar o
tal vez la hubieran echado. Sí, yo estaba en la vereda de enfrente.
Ahora la gente pobre estaba de duelo y debía pensar en el significado
de esa tristeza. Cuando volvía a casa, a mi mundo que en esos momentos
estaba paladeando la victoria, sentí que algo de ese mundo, ya, se
había derrumbado. Pero me gustó.”
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